El oro negro de Moscú
A las nueve de la mañana, los pasajeros del vuelo Moscú-Nyagan comienzan a dar cuenta de las existencias de vodka del estrecho reactor Bombardier CRJ 200 de la compañía UTair. Algunos se decantan por el whisky. La mayoría son hombres de mediana edad. Casi todos relacionados con el negocio del petróleo. La atmósfera se va espesando. En minutos, el avión se transforma en una sinfonía de ronquidos. Tardará cinco horas en recorrer los 3.000 kilómetros que separan la capital rusa del corazón de Siberia Occidental. Bajo las alas, el paisaje muta de la estepa a la taiga hasta convertirse en un tapiz de pinos, abetos, cedros y abedules; un mosaico de lagunas; cruzado por los ríos Obi y Yeniséi, y miles de sus afluentes, que se retuercen formando gigantescos meandros poblados de selvas impenetrables. Esa superficie que sobrevolamos, situada en su mayor parte bajo el nivel del mar, permanece seis meses cubierta de nieve. Su temperatura desciende a 40 grados bajo cero. En primavera, con el deshielo, los cauces fluviales, incapaces de desaguar todo su caudal hacia el mar de Kara, que permanece congelado la mayor parte del año, se desbordan, este territorio se anega y se convierte en un inmenso pantano poblado de mosquitos e imposible de cultivar. A medida que nos adentramos en Siberia Occidental, la mayor planicie del planeta, no se adivina en el horizonte ni una población, carretera o vía férrea. Solo bosques monótonos, densos y verticales, que crecen compactos hacia el cielo.
Esta región mítica que se extiende hacia el Ártico tiene cinco veces el tamaño de España y está solo habitada por 15 millones de personas. Sin embargo, esconde en su subsuelo la mayor reserva de combustibles fósiles de Rusia y una de las más abundantes del planeta (en el caso del gas, un tercio de las reservas globales). Es también uno de los lugares donde más fácil resulta extraer el crudo. Especialmente en invierno, cuando el hielo transforma los pantanos en pistas transitables por la maquinaria pesada. De aquí han brotado a lo largo de 40 años 80.000 millones de barriles de petróleo (en todo el mundo se consumen en torno a 89 millones de barriles diarios) y una cantidad equivalente de gas natural. Tres cuartas partes de la producción de petróleo y una tercera parte del gas cruzan sin perder un minuto las fronteras de Rusia, a través de una red de 50.000 kilómetros de oleoductos (Transneft) y gasoductos (Gazprom) de titularidad pública. La mayor parte acaba en Europa, que tiene una dependencia del petróleo y del gas ruso que la Agencia Internacional de la Energía (AIE) sitúa en un 60% y que, según la citada organización ligada a la OCDE, podría llegar hasta el 80% en 2035. Entre sus mayores clientes están Alemania (un 40% del gas y petróleo que consumen los germanos, sus industrias y centrales térmicas llega de Siberia) y China . Sin olvidar los Estados vecinos a la Federación Rusa, algunos de los cuales formaron parte de la URSS (Georgia, Bielorrusia, las repúblicas bálticas o Ucrania) o del bloque soviético (Polonia, Bulgaria, Moldavia, República Checa, Eslovenia), con una asfixiante dependencia de su gas entre el 70% y el 100%.
Alemania satisface a Rusia una factura anual de 40.000 millones de euros por esa energía (que en gran parte circula por tuberías que cruzan el convulso territorio ucranio) y es (con diferencia) su principal socio comercial: según nos explican en Moscú, se contabilizan 6.000 empresas alemanas en Rusia frente a las escasas 200 españolas. Por su parte, China, siempre hambrienta de energía, firmó hace un año un megacontrato de suministro de crudo con la Federación Rusa por el que adelantó 200.000 millones de euros y que ya cuenta con su propio oleoducto: el Eastern Siberia Pacific Ocean, de 5.000 kilómetros, costeado por China y que también abastece a Japón y Corea del Sur. El desarrollo económico de todas esas potencias está unido indisolublemente a esta región perdida que sobrevolamos en dirección a la cuenca del Obi, al distrito de Janty-Mansi. No así el de España, uno de los países de la UE menos expuestos a la importación de petróleo y gas ruso, con una escasa dependencia del 16%, que adquiere el 44% de su gas natural en el Magreb y cuyo territorio puede servir de puente para que el gas norteafricano alcance el centro de Europa y aliviar así las necesidades de los Estados europeos más dependientes de la energía rusa y de sus presiones políticas.
Siberia, aquel destino maldito de los disidentes al estalinismo; el escenario del gulag, la siniestra red de campos de trabajo de la Unión Soviética, es desde hace cuatro décadas una compleja estructura de bombear petróleo. Va al límite. Llega a producir más que Arabia Saudí, Irán, Irak o Estados Unidos (que cuentan con reservas probadas más abundantes). En Rusia, la clave siempre ha sido extraer más, marcar récords, aun a costa de dejar de lado los yacimientos medianos para esquilmar los campos más grandes de esta zona del mundo, los gigantescos Priobskoye o Samotlor, que, debido a esa estrategia, ya están llegando al final de su vida útil. La prosperidad, el presente y el futuro de Rusia, su estabilidad y su papel de superpotencia mundial dependen de que esa maquinaria no se detenga. Y cumpla los planes y objetivos de lo que algunos analistas denominan “capitalismo de Estado”: el sistema político a mitad de camino del mercado y la planificación central que gobierna Rusia desde 2000, especialmente en temas energéticos. La consigna de su artífice, el presidente Vladímir Putin (el mayor estratega del petróleo de la historia de su país y cuyos ministros y presidentes de las empresas del sector se intercambian sus puestos, a través de una descarada puerta giratoria, empezando por Dmitri Medvédev, que pasó de presidir Gazprom a presidir la Federación Rusa), es clara: para que Rusia se mantenga en la cresta de la ola de la prosperidad y para ser respetados en el concierto internacional, los rusos están obligados a producir 10 millones de barriles diarios. Sea como sea. Un objetivo que cada ejercicio es más difícil de conseguir: los viejos yacimientos siberianos se están agotando, un declive que es evidente si retrocedemos hasta 1988, durante la agonía de la URSS, cuando se bombeaban 12 millones de barriles diarios (tres más que Estados Unidos) para dar de comer al pueblo, evitar un estallido popular y mantener alta la moral del sistema.
Hoy, en Rusia, al igual que en toda la industria global, es cada vez más caro, difícil y sucio conseguir petróleo; hay que invertir más en exploración y tecnología; ir más lejos, a territorios extremos, perforar más hondo. Enfrentarse a las aguas profundas y heladas del Ártico y rebañar yacimientos ya explotados y abandonados a mitad de producción, que aún contienen millones de barriles y hoy es posible recuperar mediante prácticas tan agresivas medioambientalmente comola “fractura hidráulica”: el fracking. Esa suma de elementos y las consiguientes inversiones y alianzas internacionales han convertido a Brasil y Noruega (que carecen del siglo de tradición petrolera de Rusia), en solo dos décadas, en potencias petroleras al frente de dos multinacionales muy eficientes y extendidas por el mundo, en las que, curiosamente, el Estado posee dos tercios de las acciones: Petrobras y Statoil. Y devuelto a Estados Unidos un papel crucial como gran productor de petróleo. Distintos centros de prospectiva auguran que en 2017 se convertirá en el primer productor mundial debido al fracking que se está llevando a cabo en sus viejos yacimientos de Dakota del Norte. Las mismas fuentes aseguran que Estados Unidos será autosuficiente en 2035, lo que puede mantenerle más tiempo de lo previsto como potencia hegemónica frente a China, la eterna aspirante a esa corona. Esa resurrección de Estados Unidos como líder mundial supone un quebradero de cabeza añadido en estas tierras rusas. ¿Ganarán también los americanos la guerra del petróleo?
Por el contrario, Rusia, con su visión cortoplacista del negocio, no ha dado ningún paso adelante organizativo ni tecnológico durante la última década en el sector del petróleo. Se ha limitado a bombear. Los teóricos del sector dicen que a ese ritmo despiadado, y con las viejas prácticas de perforación y producción heredadas de la URSS (que maltratan los yacimientos y desperdician parte de su contenido), será difícil que Rusia supere en 2020 los ocho millones de barriles diarios. Para el observador pueden parecer muchos; el doble de los que salen de los yacimientos de Irán, China o Venezuela. Pero cuando el precio del barril se sitúa en 110 dólares (en 2002 cotizaba a 20), producir dos millones menos de barriles supone dejar de ingresar miles de millones en impuestos y royalties; la paz social del país se resiente; y, por supuesto, el orgullo nacional.
El subsuelo de Siberia Occidental está horadado como un queso gruyère. Así se refleja en los mapas confidenciales del sector, que representan en color verde los campos de petróleo y en rojo los de gas; son unos 300 bloques con una superficie de 600 kilómetros cuadrados cada uno, que se extienden como manchas de aceite por toda la región, especialmente en el distrito de Janty-Mansi, adonde nos dirigimos, donde un 90% de sus ingresos procede del petróleo. En cada uno de esos enormes cuadrados perfectos de 25 por 25 kilómetros se trabaja a toda velocidad. Están obligados a lanzar cada día al mercado tres millones de barriles para el consumo interno del país y siete millones al global, al margen de la producción de gas, a través de dos mastodónticos consorcios públicos: Rosneft y Gazprom. Tras la renacionalización del sector que efectuó por decreto Putin en la década de 2000, y de enviar a la cárcel durante 10 años y despojarle de su imperio al oligarca Mijaíl Jodorkovski, su rival político y propietario de la superpetrolera Yukos (y a un dorado exilio londinense a sus ricos compañeros de viaje de la industria petrolera privada rusa nacida del expolio a las arcas del Estado de la URSS en los primeros noventa), el 80% de los recursos energéticos de Rusia está hoy en manos del Estado; también las tuberías que los transportan, la fijación de los cupos de exportación, el monopolio de la concesión de licencias de exploración y producción y, por supuesto, la distribución doméstica del gas. Los impuestos a la exportación gravan en torno al 75% del precio del barril de Siberia. El petróleo es el elemento básico del futuro de Rusia. De su estabilidad y, en consecuencia, de la de todo el planeta. Como explica el politólogo Thane Gustafson, profesor de la Universidad de Georgetown, en su monumental estudio Wheel of fortune: The battle for oil and power in Russia: “Para Putin, el mercado no puede controlar un tema tan vital para Rusia como es la energía. Según él, la primera obligación de las compañías petroleras en Rusia es con el Estado; después, con el presupuesto del Estado, y solo al final, con los accionistas”.
Es el tesoro del Kremlin. La herencia de la extinta Unión Soviética. Solo hay que contemplar el grandioso cuartel general de Rosneft (la gigantesca petrolera pública rusa engordada con los restos de Yukos), situado en un palacio zarista frente a la Plaza Roja: el despacho de Putin y el de Igor Sechin, su hombre en Rosneft (y antiguo mano derecha al frente de la maquinaria de la presidencia de la Federación), están frente a frente, solo les separa el río Moscova. Ese petróleo es para unos rusos una bendición celestial; para otros, por el contrario, una maldición, debido a la adicción que esas rentas provocan en la economía del país; unos ingresos asentados sobre las arenas movedizas del paulatino agotamiento del crudo y la volatilidad de los precios en los mercados internacionales, que sumen en un confortable inmovilismo y somnolencia a la nación. En 2008, al comienzo de la gran recesión mundial, cuando la cotización del petróleo descendió hasta los 60 dólares, el déficit público de la Federación Rusa se disparó hasta el 7,8%. Por contra, con cada dólar que sube el barril, su PIB se eleva un 0,35%.
Producción intensiva. Siempre ha sido así el negocio de las materias primas en Rusia. Los beneficios nunca se reinvirtieron en el sector, sino que fueron a apagar incendios en otros rincones de la economía del país.De ecología, mejor no hablar. Esa fue la tónica en la URSS y lo ha seguido siendo en la Federación Rusa. Una estrategia de tierra quemada; pan para hoy y hambre para mañana. Mientras, seguir bombeando. Afortunadamente para los rusos y sus sueños de grandeza, los gurús del sector son optimistas: el precio del barril seguirá cotizando por encima de los 100 dólares. Cimientan esa afirmación en tres convicciones: la creciente necesidad de energía de las potencias emergentes (en especial China e India), el continuo encarecimiento de la exploración y producción de hidrocarburos y la perpetua inestabilidad en Oriente Próximo, con Irán y el golfo Pérsico como vértices. Todos esos factores favorecerán la demanda de petróleo sobre la oferta en los próximos años y mantendrán el barril por las nubes.
El antídoto contra esa adicción de Rusia a sus materias primas es difícil de conseguir. El petróleo y el gas suponen el 35% de su PIB; el 50% de los ingresos del presupuesto federal; más del 60% de sus exportaciones; el 60% de su actividad industrial. El sector petrolero y gasístico provee al país 1.700.000 empleos, de los que 400.000 corresponden a Gazprom. Los beneficios derivados del petróleo y el gas nutren dos fondos soberanos (uno equilibra el presupuesto federal y el otro asegura la sostenibilidad del sistema de pensiones), dotados con 180.000 millones de euros. El oro negro mantiene el déficit del Estado en un 1% y su deuda en un 13% (la de España roza el 100%), relativamente contenida la inflación, el saldo comercial con superávit y las arcas públicas rebosantes de divisas.
En el ámbito de la calle, el petróleo es el gran responsable de la estabilidad del país desde 2000; su PIB se ha multiplicado por 10 desde 2002, y los ingresos de los ciudadanos, por 3. El petróleo es la causa del fortalecimiento de una clase media que ya abarca a la mitad de la población. Y favorece que Putin gobierne a sus anchas, sin dar explicaciones. Una frase más o menos apócrifa corre en Rusia sobre su estilo presidencial: “A mis amigos, todo; a mis enemigos, todo el peso de la ley”.
Es la segunda parte de la guerra fría, pero con petróleo en vez de armas, explica un diplomático occidental en moscú
Según un diplomático occidental al que visitamos en Moscú antes de viajar a Siberia, “el sector petrolero es el salvavidas de Rusia; a nivel público, es su principal fuente de ingresos y el motor del desarrollo económico; a nivel privado, subsidia la luz, la calefacción y el agua caliente de los ciudadanos (los consumidores rusos pagan el gas por debajo de su precio de producción); y a nivel internacional, le otorga una enorme influencia en el tablero estratégico. Rusia ha recuperado el papel que perdió con el derrumbe de la URSS gracias al precio del petróleo. Se vuelve a hablar de la Gran Rusia y se permiten aventuras como la de Crimea, y eso es la consecuencia de su papel como gran exportador y de la dependencia que tienen en Oriente y Occidente de su energía, sobre todo en la Unión Europea. Esto es como la segunda parte de la guerra fría, pero sin armas, solo con barriles de petróleo”.
El jefe de la Oficina Comercial de la Embajada española en Moscú, el economista del Estado Luis Alberto Cacho, coincide con esa reflexión, pero aporta una señal de alarma hacia ese equilibrio precario: “El problema es que los ingentes ingresos del petróleo provocan que no se avance en una diversificación del modelo productivo. Y en estos momentos el país se enfrenta a un escenario de costes crecientes y rendimientos menguantes en la industria petrolera. El modelo debe revisarse, dando entrada a nuevos actores, empresas extranjeras (sobre todo en el Ártico, que debe tomar el relevo de Siberia como gran yacimiento ruso) que aporten tecnología y enseñen a los rusos las modernas técnicas del offshore (la producción en los lechos marinos), la extracción de petróleos no convencionales, la fabricación de productos refinados con mayor valor añadido y, sobre todo, la incorporación de estándares de seguridad, detección de escapes y respeto por el medio ambiente de los que la industria del petróleo rusa ha estado ausente desde la autarquía soviética”.
La última reflexión la realiza el economista Vladímir Konovalov, director ejecutivo del Petroleum Advisory Forum, con sede en Moscú: “Tenemos que empezar a entender en Rusia el sector del petróleo como una fuente de conocimiento, innovación y tecnología que tire de toda la industria, y no como una vaca que te limitas a ordeñar para financiar las alegrías del Estado. Las empresas públicas rusas del petróleo (es decir, las grandes) deben ser más eficientes, y eso supone que nos abramos a la competencia y se controle la corrupción. En Estados Unidos, la revolución del nuevo petróleo, la recuperación de los pozos maduros, la han emprendido empresas medianas que se han aliado con las majors; el renacimientoamericano es una obra de la iniciativa privada. Y esas empresas ya cuentan en su conjunto con más de la mitad de la producción de petróleo en EE UU y están en cabeza de la innovación. Debemos tomar nota, abrirles las puertas y no machacarles a impuestos. En Rusia ya se ha empezado a notar esa nueva manera de ver las cosas con un acuerdo de 450.000 millones de euros entre la major americana Exxon (la primera mundial) y Rosneft (la primera rusa) para explorar el Ártico. A cambio, Rosneft ha entrado en Estados Unidos y va a aprender mucho”.
Vladímir Konovalov, economista: Tenemos que empezar a entender en rusia el sector del petróleo como una fuente de innovación que tire de la economía
Uno de los escasos actores extranjerosque ha logrado penetrar en el opaco sector del petróleo ruso (cerrado durante el comunismo y hoy solo entreabierto) es Repsol, la multinacional española de la energía, que empezó a introducirse en Rusia en 2006. Partiendo de cero. Como una apuesta estratégica de la compañía. Lo explica su responsable en Rusia, el ingeniero Fernando Martínez Fresneda: “Aterricé solo, sin contactos, con una habitación de hotel como oficina y una tarjeta de crédito. No hablaba el idioma ni conocía el sistema. Aquí todo es diferente, la Administración, la legislación, los protocolos. Teníamos todo por hacer. Lo primero, formar un equipo; ya tenemos gente muy joven rusa bien formada y con idiomas y mentalidad occidental, y también técnicos que provienen de la era soviética. Y hemos entrado en el país líder mundial del gas y el petróleo”.
–¿Qué podía ofrecer Repsol a los rusos?
–Nuestra tecnología; sobre todo en la detección de yacimientos, a través de nuestros avanzados sistemas de procesamiento de datos sísmicos. Y la experiencia de haber explorado y producido petróleo en aguas profundas de Brasil y el golfo de México, y en otro tipo de yacimientos en Libia, Perú, Venezuela, Alaska y Bolivia. Teníamos un prestigio y un tamaño que nos convertía en un buen socio tecnológico. Podíamos aportar nuestros estándares de seguridad y responsabilidad social en temas ambientales. Comenzamos a movernos, a tejer alianzas, a comprar activos, a crearnos un nombre. Así llegamos al acuerdo de 2011 con Alliance Oil Company, una petrolera propiedad de los Bazhaew, una riquísima familia chechena aliada del presidente Putin. Para entrar aquí en el negocio solo puedes hacerlo de la mano de una de sus compañías. Con Alliance hemos creado AROG, una sociedad conjunta con activos por valor de 800 millones de euros y que produce 25.000 barriles diarios. A partir de ahí queremos estar presentes en toda la aventura del Ártico, donde menos del 10% del territorio está explorado.
Junto a los técnicos (rusos) de Repsol, un ingeniero, Alexander, y una economista, Alena, viajaremos hasta Siberia; nos vamos a sumergir a su lado en los yacimientos más recónditos de la compañía española en Rusia (que ya cuenta en el territorio de la Federación con 27 bloques de petróleo y gas; desde Siberia hasta los Urales y el Ártico). Nyagan será nuestra puerta de entrada en Siberia Occidental. Aquí termina la civilización. Más allá, a 300 kilómetros en helicóptero, está el campo de gas Syskonsyninskoye (SK), en el mismo corazón de ninguna parte.
Nyagan tiene 50.000 habitantes y es ciudad solo desde 1985, gracias a la fiebre del oro negro. Antes no tenía nombre ni personalidad jurídica; era lo que en la URSS denominaban “una aldea de trabajo”: un pequeño asentamiento maderero creado a finales de los cuarenta que sirvió como lugar de confinamiento para los presos del gulag que, tras cumplir sus penas, eran obligados a vivir en Siberia a perpetuidad. Algunas viejas isbas (primitivas casas de madera construidas a golpe de hacha) en los márgenes de la población son los últimos vestigios de la era estalinista. Están habitadas por ancianos que llegaron a trabajar aquí en los sesenta. Su interior es mísero, sin apenas muebles; la única decoración son raídas alfombras en los suelos y las paredes. El calor es sofocante. A todas ellas llega por grandes tuberías el agua caliente cortesía de Gazprom. Muy cerca, un olvidado monumento de estilo realismo social, rodeado de barro y sembrado de héroes y banderas rojas, recuerda a los caídos en la Gran Guerra Patria: la II Guerra Mundial.
A medida que uno se aleja del centro de Nyagan, todo se vuelve más inhóspito. Las callejuelas, sin asfaltar y anegadas de sucios charcos; los bloques soviéticos de los setenta, inquietantes y destartalados. No hay gente por las calles, ni bares ni restaurantes, aunque sí una solemne catedral ortodoxa frecuentada por octogenarias con la cabeza y el rostro cubiertos. En algunos edificios de la era soviética, que en su proyecto inicial carecían de locales comerciales (no había nada que vender), se han adosado a sus fachadas unas baratas estructuras de cristal y pvc que albergan pequeños supermercados. No se divisa ni un policía. Hay coches decrépitos del comunismo y carísimos todoterrenos alemanes.
El orgullo de la ciudad es la avenida de Lenin, la arteria central, en cuyos márgenes han surgido un parque público, presidido por una estatua de San Jorge, y varios edificios modernos de apartamentos; entre ellos, el centro comercial Oasis Plaza, en cuyo interior se encuentra el único Burger King en mil kilómetros a la redonda y una tienda femenina de moda bautizada Zarina. Todo proyecta cierta imagen de precariedad. “El concepto de calidad no existía en la URSS y sigue siendo algo extraño a la cultura industrial rusa”, me explicó un diplomático occidental. “Los soviéticos eran capaces de fabricar un submarino nuclear, pero eran unos negados cuando tenían que diseñar algo que hiciera la vida más cómoda y agradable. Y así siguen”.
Los precios de los servicios de la ciudad se han disparado al rebufo de la expansión de la industria del petróleo y de los profesionales extranjeros del sector que recalan aquí y pagan en dólares y euros. Una celda monacal en el cochambroso hotel Sobol, donde nada funciona y es mejor no internarse en el baño, cuesta 115 euros. Una cena a base de chuletón congelado y cerveza nacional en el restaurante La Caverna del Oso, decorado con un estilo limítrofe con el castillo de Drácula, rodeado de aspirantes a oligarcas y profesionales americanos de la industria del petróleo, no baja de los 70 euros. Después, algunos enfilan en dirección al único prostíbulo de la localidad.
Tras pasar muchas horas entre la tundra y la taiga con los ingenieros y geólogos rusos que gestionan los yacimientos petrolíferos de Repsol se aprenden tres cosas. La primera, el orgullo que les producen los logros académicos y científicos de su país. No se sienten ciudadanos de un Estado derrotado, tercermundista ni emergente; ni un petroestado que sobrevive gracias a las materias primas, sino de un Estado europeo rebosante de historia, cultura y con una sólida base industrial. “Aquí no se cayó el telón de acero, lo levantamos”, explica uno de ellos. “Sin ayuda de nadie, hicimos más tanques que Hitler, desarrollamos nuestra bomba atómica, mandamos al hombre al espacio y nos convertimos en los primeros productores de petróleo del mundo sin importar ni un tornillo de Occidente. ¿Sabe qué es lo que más exportamos en Rusia además de petróleo y gas?
Aquí no se cayó el telón de acero, lo levantamos, explica un operario de estos yacimientos petrolíferos
–Ni idea. ¿Carbón?
–Premios Nobel.
Esa es la segunda lección que nos dan los rusos, les encantan los chistes y chascarrillos, y si son sobre rusos y política, mejor. La tercera lección es que cuando se ingiere vodka a su lado, ellos marcan el ritmo y la cantidad. Son los nativos. Cuando dicen hasta aquí hemos llegado, hasta aquí hemos llegado.
Para alcanzar el yacimiento Syskonsyninskoye (SK) hay que viajar durante una hora por una excelente carretera que corta la taiga desde Nyagan hasta otra población nacida del petróleo, Priobye, de 7.000 habitantes: un villorrio en la orilla del Obi (en esta zona alcanza más de 500 metros de anchura) que se ha convertido en un gran centro logístico de la industria petrolera en esta región. De aquí zarpan las gabarras con capacidad para 500 toneladas de material que surten a los yacimientos en los meses del deshielo, y de aquí se parte también en helicóptero en dirección a los yacimientos SK.
El helipuerto es una caseta de madera con una máquina de café y un retrete con taza turca en mitad de un polvoriento descampado. Un técnico de la empresa petrolera estadounidense Halliburton se encarga de advertirnos de que viajar en helicóptero en Siberia es una actividad de alto riesgo: “Todos los años se cae uno”. También nos informa de que el viejo Mi-8, de fabricación rusa y capacidad para 20 personas, es “material de desecho del ejército”. El baqueteado aparato va cargado hasta los topes de alimentos, agua y piezas de recambio; los pasajeros, en su mayoría jóvenes ucranios y tártaros de rostro curtido y ropa de trabajo, van a relevar a sus compañeros. Estos hombres del petróleo (en Rusia les denominan neftyanik) trabajan 12 horas diarias durante 28 días y libran otros 28. Son tipos duros que no abren la boca durante el par de horas del vuelo. La mayoría dormita. “Desde que te montas en el helicóptero solo te planteas trabajar y dormir y que el tiempo corra”. Su sueldo oscila entre los 1.000 y los 1.800 euros al mes.
A 300 kilómetros de la civilización, el asentamiento que alberga los pozos de Syskonsyninskoye proyecta una desolación infinita. El suelo y el cielo se confunden: son del mismo tono frío y gris. El aire es áspero como una lija; hace daño. El conjunto, que se extiende a lo largo de 600 kilómetros cuadrados, ofrece un aspecto absurdo e irreal, como una cicatriz en plena taiga. Se han talado bosques y cubierto el terreno de arena para proporcionarle solidez y contrarrestar el avance de la ciénaga. Todo está sembrado de válvulas y tuberías. Es la imagen básica de este negocio. En invierno, la altura de la nieve alcanza aquí dos metros; con el deshielo, el paisaje se vuelve más triste. El conjunto SK, capitaneado por Repsol, está formado por 11 pozos de extracción (5 en explotación y 6 en construcción), una planta de procesamiento del gas (donde se le separa del agua y otras sustancias y se homogeneiza para su consumo), una planta de almacenamiento y un gasoducto de cinco kilómetros que conecta con la red de Gazprom, que se encargará de distribuirlo por el país y lanzarlo al exterior.
Junto a la planta, iluminada día y noche por una enorme antorcha de gas, está el campamento: media docena de contenedores donde viven los 40 trabajadores. Uno cumple las funciones de baño; otro, de comedor. No hay más. Al frente de la cocina están las dos únicas mujeres. No paran de bromear. Hay siete turnos para almorzar. La comida de hoy es sopa de patata y empanada de carne. Café o té. El alcohol está prohibido.
A bordo de un viejo microbús 4×4 recorremos los 12 kilómetros que separan la planta del pozo número 4, donde se perfora desde hace dos semanas. El gas está a solo 220 metros bajo nuestros pies. La rudimentaria torre de perforación está a cargo de una cuadrilla de ucranios. Son tipos rudos con años de experiencia en los yacimientos de toda la antigua URSS. Están empapados de barro y grasa. En estos pozos se trabaja 24 horas al día. De noche, bajo los focos, el campo adquiere un aire fantasmal. Es un trabajo duro y sucio; gélido en invierno y sofocante en verano; se perfora con la misma técnica que hace 50 años. Uno de losneftyanik, el driller, dirige la operación; detiene y acelera la perforación con una antediluviana palanca de freno. A continuación se van introduciendo los tubos en el pozo hasta el yacimiento. Otro operario los dirige con precisión al orificio colgado de un arnés a 20 metros de altura; es el monkey, una especie de trapecista de la industria del petróleo. La estrategia, la economía y la influencia mundial en torno al gas y el petróleo descansan al final en las manos de estos trabajadores imperturbables con el rostro tiznado de polvo, cieno y grasa. Cuando abandonamos el pozo, no nos dirigen ni una mirada. Son muy orgullosos. Ellos son los héroes del petróleo.
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