Bruselas reclama reformas a Roma
La UE ve peligrar la estabilidad económica italiana de los últimos tiempos
CLAUDI PÉREZ Bruselas 13 FEB 2014 - 21:41 CET
Aquel ex cantante de cruceros que era Silvio Berlusconi juró y perjuró ante el mismísimo BCE que haría reformas en uno de los momentos álgidos de la crisis; pasado el susto, no hizo nada. Su sucesor, el profesor Mario Monti, ungido por los socios europeos para sacar a Italia del marasmo, puso las cuentas públicas más o menos en orden pero tampoco aprobó medidas de calado. La socialdemocracia sigue por esa senda: el primer ministro Enrico Letta no consiguió aprobar la reforma de la ley electoral y tampoco ha sacado adelante nada realmente sustancioso. La izquierda italiana se suicidó este jueves, con un Matteo Renzi llevando al precipicio a Letta para dejar paso a una “nueva fase”, “a un programa radical de reformas”. Reformas: esa es la palabra mágica, mil veces prometida; también desde Bruselas el vicepresidente Olli Rehn explicaba esta semana que Italia “debe poner en marcha de una vez por todas reformas serias”. Ahora, las cosas se complican.
Más allá de ese ensalmo de las reformas invocado para acabar con una década larga de estancamiento, Bruselas teme que el lío político en Italia desempolve una crisis europea que los más optimistas daban por zanjada. El euro ha entrado en una fase de tranquilidad. No hay crecimiento, pero tampoco jaleo en los mercados; no mejora el paro, aunque tampoco hay algaradas en las calles; no se ve la salida del túnel, pero al menos se ha esfumado esa agonía apocalíptica de antaño. En fin, calma chicha (o puede que estado de negación) que sabe a gloria tras varios años de ir y venir del abismo, y ante la perspectiva de las elecciones de mayo. “Hay una posibilidad de que todo eso pueda volver a estar en peligro”, apuntan fuentes diplomáticas.
Italia no es fácil de resumir; así suele ocurrir con las cosas interesantes. Sigue siendo el país del diseño, del estilo, de las firmas mundiales de lujo, un lugar con regiones inmensamente ricas, cargado de brillo y energía. Pero a la vez el PIB italiano es hoy inferior al de hace 10 años. Su competitividad no ha resistido el embate de la competencia global. Casi ningún otro país tiene un historial reciente tan estropeado; según el FMI, la última década italiana es un desastre solo comparable al de Zimbabue y Portugal. Y, a la vez, Italia no sufrió burbujas inmobiliarias, su déficit está en torno al 3% del PIB y el paro se mantiene en un admirable (desde la perspectiva española) 13%. Aunque ese largo estancamiento ha dejado secuelas: la banca italiana está en el punto de mira de los mercados y la deuda pública asciende al 130% del PIB. Las dudas están ahí.
Con ese mar de fondo y anticipando lo que venía, Letta —un pata negra de Bruselas, como Monti— hizo el miércoles un movimiento a la desesperada. Anunció un paquete de reformas dotado de un fuerte perfil europeo: pidió un cambio en las reglas de déficit público, que a pesar de las sucesivas flexibilizaciones de la Comisión han funcionado como una especie de corsé durante la crisis. Roma asumirá la presidencia rotatoria de la UE en julio, y Letta pretendía dar entonces un volantazo (con escasa probabilidad de éxito) para dotar de reglas fiscales más generosas a la eurozona, junto con otras medidas polémicas para un socialdemócrata, como el contrato único. El ataque de Renzi ha impedido ver hasta qué punto esta vez iba en serio, y abre un horizonte peligroso por el flanco de la estabilidad política. Renzi, además, está menos comprometido con Letta para con el proyecto europeo, algo que en los círculos de Bruselas se ve con suspicacia ante la cercanía de los comicios.
“Italia necesita lo que no han sabido darle sus últimos líderes: un programa reformista ambicioso y a la vez políticamente aceptable por los sectores más reacios al cambio”, explicaban fuentes europeas minutos antes de consumarse el petardazo. Necesita eso y, probablemente, otra política económica europea, con estímulos desde el centro y con una unión bancaria más ambiciosa de la que se perfila. Pero ni Alemania está por la labor ni Italia ha hecho demasiado al respecto, salvo algún intento de Monti al principio.
La estrategia de Roma ha consistido en no aparecer en los radares de los mercados; en usar todo tipo de tácticas de distracción para esconderse detrás de otros países con problemas. Un ejemplo: Italia envió a Bruselas un presupuesto bien armado para 2014, con el objetivo de pasar el examen de la Comisión; una vez pasado el peligro, acordó un paquete complementario de 400 millones. Otro: Letta descartó la creación de un banco malo con el peregrino argumento de que podría despertar recelos en el mercado. Prefirió armar una operación extraña para regalar 3.500 millones a sus bancos (a través de una ampliación de capital del Banco de Italia), ante la sospecha de que sufrirán en el examen del BCE. De cara a los socios, los italianos son únicos maquillando sus crisis. Pero todo Aquiles tiene su talón: la falta de energía de Letta para imponer reformas o la ambición de Renzi —tanto monta— abocan a Italia a su enésima crisis política, que se superpone a una crisis económica de baja intensidad pero tan prolongada que hace pensar en nuevos incendios. Arde Roma, y Bruselas ve peligrar esa quietud engañosa de los últimos tiempos.
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